A partir del capítulo VIII de la Encíclica Tutti Fratelli, quiero compartir esta reflexión sobre la construcción de la fraternidad en el mundo según el aporte de las religiones.
La fraternidad es una experiencia que acerca a los seres humanos entre sí y les permite ofrecerse miradas de compasión, comprensión, armonía y esperanza de poder compartir los valores que pueden hacerlos felices, como los niños que rodean con confianza a su padre porque descubren en Él los antecedentes de su existencia y advierten razones inexplicables pero ciertas, para comer todos juntos en la misma mesa.
Alcanzar la experiencia de la fraternidad sin la figura de un padre resulta un ascenso difícil a la cumbre de la montaña, pues el camino que conduce hacia allá se interrumpe a cada paso por los intereses egoístas y la indiferencia que provienen de esa ausencia, que es fundamental para obedecer y adoptar comportamientos de verdaderos hermanos. El aporte de las religiones a la humanidad en todos los tiempos ha sido mostrar la presencia de Dios, con el fin de acrecentar la aceptación de los valores humanos y espirituales que se desprenden de la fe en Él.
Cada vez que Dios desaparece ya sea teórica o prácticamente de la vida social, surgen de inmediato los contra valores de la justicia, de la libertad, del amor y la convivencia, porque adquieren fuerza los principios que “divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en lugar de los principios supremos y trascendentes”. El deseo de ser dioses que configura esencialmente a la sociedad que se olvida de ese Dios, origen de todo lo creado, es el camino al desastre humano, porque el poder utilizado para someter, convierte las relaciones humanas en lucha fratricida, aflora la violencia, el odio y las esclavitudes.
El cristianismo y las religiones que proclaman en todo el mundo la presencia de Dios, como la fuente de todos los valores que sostienen la fraternidad, el amor y la paz se contraponen al llamado de quienes pretenden construir un mundo fraterno con base en la violencia, el atropello, el desconocimiento de la dignidad y derechos humanos, que en nuestros tiempos han adquirido un espacio propio.
Para los líderes de todas las religiones, surge en estos momentos con más fuerza, la responsabilidad de proclamar la verdad recibida de la fe en Dios, sin importar los miles de interferencias que se levantan alrededor, porque la esperanza de construir la fraternidad está enraizada en las profundidades del corazón humano, y sobre todo, es una esperanza que mantiene la sintonía perenne con Jesús, el hermano que nos llama a ser humanos.